La Playa de la Mariposa, por Josep
Soler
Aquel
día el mar no estaba revuelto, en la playa de la mariposa. María se
lo había repetido tantas veces...El mar no estaba revuelto. O al
menos ella lo recordaba así.
Las
olas rompían suavemente en la arena dorada; venían de lado, desde
las rocas que protegían la cala. Aquellas rocas tenían una forma
peculiar. Al final del camino que bordeaba el acantilado dos piedras
planas, enormes, reposaban en delicado equilibrio la una junto a la
otra, tocándose apenas, como los flancos de los amantes tras el amor
consumido. Como las tapas de un libro abierto. Como una mariposa con
las alas extendidas, descansando antes de emprender el vuelo. Dos
extrañas rocas encaramadas al norte, desafiando a los vientos de
tramontana que a veces soplaban recios. Un poco más arriba, los
troncos de los pinos se retorcían sobre si mismos, por culpa de ese
viento norteño, y mas que asomarse al mar, parecía que quisieran
arrojarse a él, desesperados. Debía dolerles, cuando ese viento
soplaba. Pero aquel día no hacía viento. Y el mar no estaba
revuelto. O al menos ella prefería recordarlo así.
Detrás
de la roca en forma de mariposa el mar sincero, azul negruzco, con
sus penachos blancos, como bestias de espuma desbocadas y, más al
fondo, la linea brumosa que separa el agua del cielo.
Durante
tres noches después de aquel día, María tuvo un sueño hermoso.
Una mariposa blanca venía desde el agua y se posaba en su hombro.
Ella estaba tendida en la arena, adormecida, tal que aquel día, y el
sol le acariciaba la cara. Era después de comer y no pegaba muy
fuerte, amortecido por nubes altas, de esas que están hechas de
minúsculos cristales de hielo, como las que dejan los aviones cuando
surcan el cielo. Era la misma playa, solo que al final del camino que
bordeaba el acantilado no había ninguna roca de forma
extraordinaria, sino un ciprés solitario. Ella se quedaba mirando a
la mariposa, que era bella, como lo son todas las mariposas, y así
permanecía, embobada, extrañada de que reposara allá sin más, en
su hombro, quieta. En su sueño, escuchaba el batir de las alas por
delante del rumor del mar desparramado a unos metros de sus pies. Las
alas blancas le acercaban el frescor del mar y se lo untaban por el
pecho. Abandonada a la brisa con regusto a sal y a la modorra gustosa
de las horas vespertinas casi se olvidaba. Pero continuaba notando
sus diminutas patas, haciéndole cosquillas, reposando en su piel. De
vez en cuando, María entreabría los ojos: seguía allí, siempre, y
en los dos puntitos negros que decoraban las alas, reconocía unos
ojos familiares.
-Mami
ven al agua.
-No.
-Porfa.
-No,
que está muy fría.
-Venga...
-Luego
voy, Laia. No seas pesada.
-¿Cuando?
-En
un minuto.
En
ese minuto de letargo el mar debió revolverse y el viento hubo de
agitarse.
En
el sueño hermoso la mariposa voló de su hombro para adentrarse en
el mar.
Y
cuando María se levantó y quiso ir al agua, lo único parecido a su
mariposa que encontró a la vista, loca ya ella y su garganta rota,
bajo los pinos suicidas, al final del camino que bordea el
acantilado, fue una roca de forma extraña en la que antes no había
reparado. Una roca en forma de mariposa, con las alas extendidas,
descansando antes de emprender el vuelo.
La playa de la Mariposa, por Josep Soler
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