martes, 14 de julio de 2015

Vientos de papel, por Ana Arroyo


VIENTOS DE PAPEL

Si fuésemos capaces de ver el pueblo de Rodrigo a vista de pájaro, veríamos un montón de casas colocadas sin orden ni concierto sobre la falda de una montaña. De entre todas ellas destacaría la suya, construida estratégicamente sobre una pequeña colina desde donde podía observarse el valle y el ir y venir de los habitantes del pueblo por sus calles empinadas.
El despacho de Rodrigo estaba orientado de tal manera que, mientras él se encontraba en su mesa de trabajo, sumergido entre páginas y páginas repletas de palabras y garabatos, con sólo levantar la vista podía admirar ese maravilloso paisaje. Y eran muchas las horas que pasaba en ese lugar, a veces más de las que él mismo desearía. Solía decir que “se ganaba la vida con el sudor de su tinta”, y eso requiere muchas horas de trabajo y mucha, muchísima tinta.
Una tarde, cuando el sol ya se ocultaba, Rodrigo se puso a escribir dispuesto a terminar su última novela. Se acomodó frente a la mesa, se atusó el cabello, tomó la pluma y se sumergió en el desenlace de la historia. Apenas había escrito media página cuando la puerta de la sala se abrió repentinamente y un torbellino empezó a circular por la habitación, levantando las zapatillas, los abrigos y sombreros colgados en el perchero, la lámpara, los cuadros... Rodrigo corrió a sostener cuanto objeto podía para evitar que su despacho, tan meticulosamente ordenado, terminase pareciendo un campo de batalla. En ese momento, la ventana se abrió de golpe, el viento tomó en sus brazos las hojas que había sobre la mesa y las lanzó volando ante la desesperación del escritor. Cientos de folios se precipitaron desde lo alto de la colina y sobrevolaron las casas del pueblo mostrando un bello espectáculo: sobre el fondo azul rosado del cielo, las hojas parecían destellos de luz que se posaban sobre los tejados de las casas y desaparecían.
En su despacho, Rodrigo corrió a cerrar la ventana intentando evitar un desastre aún mayor. El viento huracanado cesó de inmediato dejando una habitación desordenada y a un hombre desolado que vio como sólo había podido salvar una decena de hojas. “No hay peor castigo para un escritor que perder el trabajo de meses y meses…”, dijo para sí mismo.
Aquella noche apenas pudo dormir. Decenas de extraños e inquietantes sueños ocuparon su mente: los personajes de su novela se encontraban desorientados, le pedían ayuda, lloraban tratando de alcanzarle… Se despertó sobresaltado varias veces y, al recordar la tragedia de la tarde anterior, volvía a ocultar su cabeza bajo la almohada intentando sucumbir a un sueño placentero.
A la mañana siguiente Rodrigo bajó al pueblo a primera hora con la esperanza de poder recuperar algunas de las hojas. Sin embargo, no fue capaz de encontrar nada. “¿Cómo es posible?”, se preguntaba, “No pueden haber volando tan lejos, fue sólo una corriente de aire”. Preguntó a varios vecinos pero nadie había visto nada...
Pasó varios días encerrado en casa, tratando de recuperar el trabajo perdido. Pero por alguna razón que no alcanzaba a comprender, era incapaz de recordar totalmente a los personajes, parecía que hubiesen dejado de ser suyos. Sólo por las noches, cuando trataba de dormir, aparecían súbitamente en sueños. A veces trataba de rescatarlos escribiendo en una libreta que había dejado sobre la mesilla de noche, pero sus dedos se veían incapaces de reproducirlo.
Una tarde, mientras Rodrigo se lamentaba de su suerte y escuchaba la radio sin mucho interés, una noticia en la emisora local llamó su atención:

La policía local ha informado esta misma mañana de la aparición de varias personas que han acudido solicitando ayuda. Se trata de hombres, mujeres y niños que afirman desconocer su lugar de procedencia y de destino, así como sus nombres completos. Se ruega a todo aquel que pueda tener alguna información, se ponga en contacto con los servicios municipales”.

Rodrigo sintió como el corazón se aceleraba. “Tal vez aún exista alguna posibilidad de recuperar mis historias”, pensó. Se puso el abrigo y se disponía a dirigirse a la comisaría cuando avistó desde la ventana a un grupo de personajes extraños que permanecía de pie frente a la verja de la entrada. Rodrigo buscó sus gafas, se las puso y alcanzó a diferenciar los pantalones rotos y la gorra del niño que repartía la prensa en bicicleta, la ropa interior roja de la prostituta de un club de carretera, la falda a cuadros y las gafas de la profesora de la escuela, el carro repleto de cartones del vagabundo, la bata blanca del médico cansado de su trabajo, el vestido blanco y los ojos verdes de la novia más hermosa que jamás había visto… El hombre cayó sentado en la silla, con la boca abierta. Apenas se hubo recuperado de la sorpresa empezó a escribir. Lo hizo durante varios días seguidos, sin parar para dormir ni para comer, pero sin sentir el cansancio en ningún momento. De vez en cuando volvía a asomarse por la ventana para observar a las personas que aún permanecían frente a la verja, aunque cada vez eran menos.
Un sábado por la mañana, cuando el sol apenas había asomado por el horizonte, Rodrigo dejó su pluma, se reclinó sobre el respaldo de la silla y respiró profundamente. Esa mañana se fue a dormir y lo hizo durante tres días seguidos, sin sueños ni pesadillas.
Frente a la casa del escritor no había nadie. Todo estaba en silencio, sólo se escuchaba la radio que había quedado encendida en la cocina:

La policía local ha informado que ninguna de las personas aparecidas en el pueblo ha vuelto a ser vista. Al parecer han desaparecido tan insólitamente como aparecieron. Si alguno de los vecinos tiene alguna información se ruega que contacte con los servicios municipales.”
Ana Arroyo Andrades

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