VIENTOS
DE PAPEL
Si
fuésemos capaces de ver el pueblo de Rodrigo a vista de pájaro,
veríamos un montón de casas colocadas sin orden ni concierto sobre
la falda de una montaña. De entre todas ellas destacaría la suya,
construida estratégicamente sobre una pequeña colina desde donde
podía observarse el valle y el ir y venir de los habitantes del
pueblo por sus calles empinadas.
El
despacho de Rodrigo estaba orientado de tal manera que, mientras él
se encontraba en su mesa de trabajo, sumergido entre páginas y
páginas repletas de palabras y garabatos, con sólo levantar la
vista podía admirar ese maravilloso paisaje. Y eran muchas las horas
que pasaba en ese lugar, a veces más de las que él mismo desearía.
Solía decir que “se ganaba la vida con el sudor de su tinta”, y
eso requiere muchas horas de trabajo y mucha, muchísima tinta.
Una
tarde, cuando el sol ya se ocultaba, Rodrigo se puso a escribir
dispuesto a terminar su última novela. Se acomodó frente a la mesa,
se atusó el cabello, tomó la pluma y se sumergió en el desenlace
de la historia. Apenas había escrito media página cuando la puerta
de la sala se abrió repentinamente y un torbellino empezó a
circular por la habitación, levantando las zapatillas, los abrigos y
sombreros colgados en el perchero, la lámpara, los cuadros...
Rodrigo corrió a sostener cuanto objeto podía para evitar que su
despacho, tan meticulosamente ordenado, terminase pareciendo un campo
de batalla. En ese momento, la ventana se abrió de golpe, el viento
tomó en sus brazos las hojas que había sobre la mesa y las lanzó
volando ante la desesperación del escritor.
Cientos de folios se precipitaron desde lo alto de la colina y
sobrevolaron las casas del pueblo mostrando un bello espectáculo:
sobre el fondo azul rosado del cielo, las hojas parecían destellos
de luz que se posaban sobre los tejados de las casas y desaparecían.
En
su despacho, Rodrigo corrió a cerrar la ventana intentando evitar un
desastre aún mayor. El viento huracanado cesó de inmediato dejando
una habitación desordenada y a un hombre desolado que vio como sólo
había podido salvar una decena de hojas. “No hay peor castigo para
un escritor que perder el trabajo de meses y meses…”, dijo para
sí mismo.
Aquella
noche apenas pudo dormir. Decenas de extraños e inquietantes sueños
ocuparon su mente: los personajes de su novela se encontraban
desorientados, le pedían ayuda, lloraban tratando de alcanzarle…
Se despertó sobresaltado varias veces y, al recordar la tragedia de
la tarde anterior, volvía a ocultar su cabeza bajo la almohada
intentando sucumbir a un sueño placentero.
A la
mañana siguiente Rodrigo bajó al pueblo a primera hora con la
esperanza de poder recuperar algunas de las hojas. Sin embargo, no
fue capaz de encontrar nada. “¿Cómo es posible?”, se
preguntaba, “No pueden haber volando tan lejos, fue sólo una
corriente de aire”. Preguntó a varios vecinos pero nadie había
visto nada...
Pasó
varios días encerrado en casa, tratando de recuperar el trabajo
perdido. Pero por alguna razón que no alcanzaba a comprender, era
incapaz de recordar totalmente a los personajes, parecía que
hubiesen dejado de ser suyos. Sólo por las noches, cuando trataba de
dormir, aparecían súbitamente en sueños. A veces trataba de
rescatarlos escribiendo en una libreta que había dejado sobre la
mesilla de noche, pero sus dedos se veían incapaces de reproducirlo.
Una
tarde, mientras Rodrigo se lamentaba de su suerte y escuchaba la
radio sin mucho interés, una noticia en la emisora local llamó su
atención:
“La
policía local ha informado esta misma mañana de la aparición de
varias personas que han acudido solicitando ayuda. Se trata de
hombres, mujeres y niños que afirman desconocer su lugar de
procedencia y de destino, así como sus nombres completos. Se ruega a
todo aquel que pueda tener alguna información, se ponga en contacto
con los servicios municipales”.
Rodrigo
sintió como el corazón se aceleraba. “Tal vez aún exista alguna
posibilidad de recuperar mis historias”, pensó. Se puso el abrigo
y se disponía a dirigirse a la comisaría cuando avistó desde la
ventana a un grupo de personajes extraños que permanecía de pie
frente a la verja de la entrada. Rodrigo buscó sus gafas, se las
puso y alcanzó a diferenciar los pantalones rotos y la gorra del
niño que repartía la prensa en bicicleta, la ropa interior roja de
la prostituta de un club de carretera, la falda a cuadros y las gafas
de la profesora de la escuela, el carro repleto de cartones del
vagabundo, la bata blanca del médico cansado de su trabajo, el
vestido blanco y los ojos verdes de la novia más hermosa que jamás
había visto… El hombre cayó sentado en la silla, con la boca
abierta. Apenas se hubo recuperado de la sorpresa empezó a escribir.
Lo hizo durante varios días seguidos, sin parar para dormir ni para
comer, pero sin sentir el cansancio en ningún momento. De vez en
cuando volvía a asomarse por la ventana para observar a las personas
que aún permanecían frente a la verja, aunque cada vez eran menos.
Un
sábado por la mañana, cuando el sol apenas había asomado por el
horizonte, Rodrigo dejó su pluma, se reclinó sobre el respaldo de
la silla y respiró profundamente. Esa mañana se fue a dormir y lo
hizo durante tres días seguidos, sin sueños ni pesadillas.
Frente
a la casa del escritor no había nadie. Todo estaba en silencio, sólo
se escuchaba la radio que había quedado encendida en la cocina:
“La
policía local ha informado que ninguna de las personas aparecidas en
el pueblo ha vuelto a ser vista. Al parecer han desaparecido tan
insólitamente como aparecieron. Si alguno de los vecinos tiene
alguna información se ruega que contacte con los servicios
municipales.”
Ana Arroyo Andrades